martes, 22 de noviembre de 2011

Política y demanda social

Determina la política las necesidades de la sociedad, o son estas necesidades las que determinan la política? Esta pregunta es fundamental a la hora de entender el valor de la democracia como exponente de la soberanía popular. Y como dos sujetos con opiniones divergentes, los autores de este texto creemos como modelo más apropiado para el mismo el plantear dos respuestas diferenciadas y contradictorias, permitiendo al lector optar por la que considere más adecuada o, mejor aún, elaborar su propio juicio al respecto.

En defensa de la concepción de la soberanía popular como conformante de las decisiones políticas, es oportuno hacer referencia, como no puede ser de otro modo, al valor de la elección de representantes respecto a la determinación política. Son, en efecto,  los ciudadanos los que, mediante su voto, eligen a aquellos políticos que consideran más apropiados por los principios que defienden y las medidas que proponen. Así, es en último término el elector el que decide las políticas que se llevan a cabo. Debe admitirse en todo caso que esta es una concepción quizás en exceso abstracta de la democracia. Sin embargo, su aplicación práctica es al fin y al cabo inevitable. Es ahí donde se encuentra la fuerza democrática: aun por causa de un puro populismo, y no, como posiblemente debiera ser, por fidelidad al principio de representación, los partidos políticos se ven obligados a hacer suyos los clamores de los ciudadanos, llegando incluso a reivindicar en muchas ocasiones como propia la iniciativa al respecto, asegurándose así el voto de estos. Prueba de ello es el constante cambio y evolución de las ideologías políticas contrapuestas. Y esto se debe, en fin, a la inevitabilidad de que, durante el proceso electoral, los candidatos necesiten de tales medidas para atraer apoyos, que, de otra manera, les serían denegados. Y es que, en último término, cada votante vela por el cumplimiento de sus propios intereses, y es el conjunto de estos intereses individuales el que determina la demanda social, necesitando los partidos situarse en la posición mayoritaria de tal demanda si desean adquirir suficiente poder. Y aunque pueden, lógicamente, proponer ideas, e incluso inculcar algunas de ellas entre sus simpatizantes, estas tendrán necesariamente su base en una exigencia de la sociedad, que aprovecharán en beneficio propio, precisamente para mostrarse de cara al exterior como los más acordes con  el público y sus necesidades, y como los más adecuados para representar a la generalidad de los ciudadanos como gobernantes.

En defensa de la otra postura, debe decirse que resulta razonable pensar que las necesidades de los ciudadanos son respondidas por los políticos. Sin embargo esto es una idea que va decayendo a medida que transcurre la Democracia y que cada vez más se concibe como anacrónica. En primer lugar la política, y a lo que va dirigido el debate político, no ampara todas las necesidades o prestaciones de los particulares en cuanto a que existe un amplio margen de autonomía de la voluntad en la sociedad, y esta es cada vez más acuciante en todos los países democráticos. Pero ciñéndonos a las que sí atiende la política, nos encontramos con un primer factor clave en la sociedad, por la que es el poder público el que nos condiciona. Y no me refiero tan solo a las normas o disposiciones restrictivas de la autonomía de la voluntad, sino a actuaciones que indirectamente provocan en los ciudadanos unas necesidades que, de no ser por dicha actuación política, no nos veríamos forzados a ellas (el Estado puede aumentar dentro de la discrecionalidad política en su actuación un aumento de los impuestos que provoca que los particulares tengan menos dinero, lo que condiciona que tengamos que ajustarnos a unas necesidades distintas a las que teníamos). Las necesidades de los ciudadanos son muy variadas y varían en función de determinados factores, y es supuestamente a través de los representantes políticos como esas necesidades deben ser encauzadas. Pero esto está desvirtuado, y queda así patente, con la imposibilidad de un representante  de desviarse de la idea de su propio partido, y en consecuencia, como es este el que selecciona las que a él le parecen, y las transmite incluso como si contase con  el respaldo general (por esto la errónea idea de pensar que la política responde a las necesidades de los electores).

No pretendemos aquí expresar una conclusión predominante, o siquiera conciliadora. Esa tarea deberá ser llevada a cabo, como ya hemos indicado, por aquel a quien nuestras reflexiones hayan suscitado el suficiente interés.

                                                                                                     Rafael Macía Briedis
                                                                                                     Jorge Molina Rodríguez

Procreación, amor y disfrute

El concepto moral del sexo está sobrevalorado en la actualidad. El acto sexual no es, al fin y al cabo, más que una mera función natural, propia no exclusivamente del ser humano, sino de buena parte de los seres vivos. Como tal, cumple una finalidad funcional, de reproducción o perpetuación de la especie. Sin embargo, existen además complementos, acentuados en la especie humana, relativos a dicho acto: el placer que proporciona y la íntima relación que genera. En efecto, la cópula no se reduce a un intercambio sistemático e indiferente de fluidos con el objetivo de engendrar la descendencia. Por el contrario, se trata de un proceso asociado con el disfrute y con el amor. Son precisamente estos complementos los que conducen, en la mayoría de los casos, al mantenimiento de relaciones sexuales, más que el fin propio de las mismas. A este respecto, hay quienes ven en la disociación de los tres elementos del coito (el fin último y sus dos complementos) la inmoralidad de la relación. Así, se afirma que esta debe estar orientada a la procreación, pero originada en el amor y, en la medida de lo posible, mediando el disfrute, siendo este último aspecto el menos relevante. De esta forma, se considera el matrimonio como el emplazamiento idóneo, e incluso el único aceptable, para la expresión de la sexualidad, en la medida en que lo es también para la expresión del amor y para la concepción (y posterior educación) de los hijos. El acto sexual externo a la institución matrimonial sería por lo tanto inmoral, en cuanto que antinatural.

Pero la concurrencia de elementos conformantes de la sexualidad no es sino una propiedad del carácter natural de esta última, que requiere de dichos aspectos para su necesario cumplimiento: como hemos afirmado, la mayoría de las relaciones sexuales se llevan a cabo por amor o por placer, siendo estos los impulsos que conducen, en último término, a la procreación, y no el fin en sí mismo (sin perjuicio de que tal fin sea en ocasiones el motivo). De este modo, los que denominamos anteriormente como “complementos” tienen también una condición natural y, en tal medida, no pueden oponerse a la naturaleza del hombre, ni a la del acto sexual. Así, cuando dicho acto tiende únicamente al placer, al igual que si se realiza exclusivamente por amor, aún eliminándose en ambos casos el fin de procreación, nos encontramos ante un proceder acorde con la condición humana, por ser inherente a la misma. Efectivamente, el acto sexual incorpora a la naturaleza del hombre todos sus elementos, al ser estos necesarios para el objeto del mismo. Y difícilmente puede ser inmoral tal naturaleza, pues, de ser así, la inmoralidad sería precisamente un atributo inherente a la persona.

Crítica al absolutismo moral

Siendo uno de los posibles temas para la redacción de este ensayo el de “vivir en paz”, considero oportuno tratar una de las cuestiones más relevantes a este respecto: la de la conciencia personal y los valores que la dirigen. Es la conciencia la que determina nuestro sentir hacia las acciones que llevamos a cabo, y hacia las decisiones que tomamos, independientemente de la magnitud o trascendencia de las mismas. Siendo así, es evidente que determina a su vez, y en consecuencia, el hecho de que hallemos una suerte de “paz interior”, en relación con la concordancia de nuestros actos a la moralidad que consideramos válida. El problema surge, sin embargo, al intentar establecer los valores que determinan la validez de dicha moral, en la medida en que es innegable que las diferentes personas, y las diferentes culturas, tienen una concepción igualmente diferente de lo que constituye el bien y el mal. No sería aquí el primer lugar en el que se hace referencia a una percepción de los valores morales como algo absoluto, situado por encima del Hombre, y a lo que este debe llegar mediante un adecuado uso de la razón. De esta forma, simplemente, existen unos valores que son válidos, y otros que no lo son. Este carácter de validez moral es aplicable, no solo a la moralidad individual, sino también a la social, en cuanto que las concepciones morales o culturales de una comunidad son susceptibles de alejarse de estos valores absolutos. Así, se dice que ciertas sociedades han alcanzado un grado de comprensión moral, mediante el descubrimiento de los auténticos principios, superior a otras.

Es sin embargo evidente a primera vista el problema de esta noción absoluta de los valores morales pues ¿quién está en posición de determinar cuáles forman parte de ese conjunto de principios válidos? Se responderá que esa es labor de la razón humana; que esta es capaz de esclarecerlos en la medida en que tiende a ellos. Sin embargo, es innegable que diferentes razones han llevado a diferentes conclusiones. ¿Podría entonces decirse que hay razones más desarrolladas que otras, y que llegan por tanto a soluciones más acordes con la verdad? Parece la única solución posible. Pero el peligro de esta afirmación es notoriamente manifiesto: todo aquel que posee una concepción moral lo hace con el convencimiento de que es la válida, la más adecuada de entre todas las que hay. Así, mientras tal concepción se haya formado mediante un proceso racional, estará igualmente convencido de que sus valores, como absolutos, son los únicos válidos, no solo para él, sino para el resto de la Humanidad, y en esa medida, se encontrará en posición de imponerlos. La presencia de valores absolutos pasa a ser, de esta forma, una suerte de absolutismo moral, en el que una persona puede afirmar que los principios que sostiene son los únicos por ser los propios. Siendo además los valores absolutos considerados superiores al Hombre, en la medida en que son obligatorios para este, pueden justificar su origen únicamente en un ente también superior, como puede serlo una divinidad. Parece por tanto claro que una concepción absoluta de la moral encuentra su fundamento, en último término, en las propias creencias, y son, en fin, estas creencias las que se están imponiendo como absolutas.

No pretendo con esto postular la existencia de un relativismo moral absoluto, en el que toda concepción ética es igualmente válida e inatacable. Los peligros de esta posición son también evidentes. Por el contrario, defiendo la existencia de ciertos límites para la validez de los valores. Sin embargo, soy de la opinión de que tales límites no deben fundamentarse en un absoluto moral supremo. Deben, por el contrario, emanar de la propia razón del hombre, ser creados por esta. Así, considero que existe un criterio perteneciente al intelecto humano, discernible por todos, que sirve como línea de demarcación: el de la empatía. Mientras dicho criterio sea respetado, todo valor moral goza de la necesaria legitimidad para poder ser considerado válido.

El Estado de Comodidad


La situación de la juventud o, al menos, de la juventud en el ámbito social común del mundo desarrollado, que es la que a efectos de este ensayo resulta de interés, puede definirse meramente por la falta de responsabilidades. Por la total falta de responsabilidades. Tal situación tiene su origen en la obtención de ciertos beneficios, que han producido a su vez una correspondiente cantidad de perjuicios; de igual importancia pero, si cabe, de mayor trascendencia, por las razones que pretendo a continuación exponer.

Es a todas luces evidente que el desarrollo de la civilización ha alcanzado un punto en el que la lucha individual por la supervivencia ha quedado relegada a una posición secundaria. No es la principal preocupación de la persona perteneciente a la sociedad en la que vivimos el esforzarse por sobrevivir hasta el siguiente día. Por el contrario, debería ser en mayor medida la de conseguir una vida más cómoda tanto para sí como para sus seres cercanos; aspiración perfectamente legítima una vez alcanzado cierto grado de desarrollo social. Es igualmente innegable que la consecución de tal estado de comodidad no puede suponer sino una ventaja para toda la comunidad: quien no necesita preocuparse por la inmediata existencia puede hacerlo por desarrollar la cultura, la ciencia, y los demás aspectos del mundo intelectual, así como por la obtención de mayores disfrutes cotidianos. Y no hay quien disfrute en mayor medida de esta ventaja que el joven, el heredero del bienestar conseguido por sus padres, una de cuyas mayores consecuencias es precisamente el permitir a la descendencia una vida despreocupada en sus inicios, bajo una costumbre de delegación de dificultades, profundamente arraigada, e incluso potenciada por la propia sociedad. Pero es en última instancia dicha sociedad la que se verá perjudicada por el sistema que ella misma ha creado. Quien no ha conocido auténticas responsabilidades en la vida no estará suficientemente preparado para asumirlas cuando aparezcan (y aparecerán); más aún, no estará siquiera dispuesto hacerlo. Suele conllevar la ausencia de dificultades además una equivalente falta de interés. Una vez acostumbrado a la despreocupación, es ciertamente complicado para el joven renunciar al ocio, y cuanto más fácil el ocio, mayor el desinterés por lo complejo. Tanto es así, que se ha llegado al punto entre la adolescencia de un rechazo sistemático hacia la cultura, hacia todo lo que pueda considerarse intelectual. La antigua posición del “rebelde” se ha convertido en la norma. Pero la rebeldía contra las responsabilidades, contra las dificultades y, en fin, contra la realidad, no es propensa a dar buenos frutos. Y no los dará para el individuo, que acabará chocando de bruces contra la vida, ni para la sociedad, que se verá seriamente perjudicada por la absoluta indolencia de aquellos que tarde o temprano conformarán su núcleo. Nos enfrentamos a una generación que, cuando deba tomar las riendas, se encontrará indefensa. Lo que en su momento fue la autorrealización de la completa independencia, amenaza ahora con convertirse en un suplicio. He aquí el sentido de lo que antes caractericé como una mayor trascendencia: mientras que los beneficios de la comodidad se agotan en el presente, sus peligros se proyectan en el futuro, trascendiendo incluso a los propios responsables, para iniciar (o continuar) un ciclo que, a menos que sea de alguna forma remediado, supondrá el inevitable declive de la sociedad y, con ella, de los propios fundamentos de complacencia en los que nos hemos mantenido durante ya demasiado tiempo.

Autobiografía


   No pretendo aburrir al lector, en este breve comentario acerca de mi persona, con detalles familiares o con simples enumeraciones sobre los acontecimientos de mi vida, en su mayoría intrascendentes para cualquier espectador externo. Tampoco es mi intención hacer un análisis de mis virtudes o defectos, siendo la propia persona posiblemente el juez menos imparcial a la hora de realizar una introspección. A este respecto, prefiero que sean otros los que decidan. Baste decir que he disfrutado siempre de una vida acomodada, sin más problemas que aquellos que pudieran surgir de la existencia cotidiana. Puede incluso afirmarse que nunca he necesitado resolver mis propios problemas; siempre ha habido alguna persona dispuesta a hacerlo por mí. No puedo por tanto sino llegar a la conclusión de que estas facilidades han marcado mi existencia, posiblemente de una forma negativa.  Es un hecho inevitable que todo individuo debe, tarde o temprano, enfrentarse a la realidad de la vida personalmente, y parece igualmente cierto que, cuanto antes se produzca tal enfrentamiento, mayor será la preparación recibida de cara al futuro. Sin embargo, sería extremadamente hipócrita, incluso cínico, ver en una vida “fácil” puros perjuicios. Lo cierto es que,  gracias a tales facilidades, he disfrutado de oportunidades que no puedo sino agradecer. He tenido la ocasión, entre otras cosas, de acceder a una formación privilegiada. Asistí a un buen colegio privado de Madrid, y pude disfrutar, durante seis veranos consecutivos, de estancias en Estados Unidos, en las que me familiaricé, no sólo con la lengua inglesa, sino también con la cultura americana, tan importante como predominante es en el mundo, y que he aprendido a apreciar, tanto en sus virtudes como en sus defectos. Precisamente, la posibilidad de viajar y conocer otros lugares es  una de las cosas que más he llegado a apreciar de todo lo que he podido hacer en algún momento de mi vida. He visitado buena parte de Europa, además de Estados Unidos y América del Sur, y deseo fervientemente poder llegar a expandir el área de países y continentes en los que he tenido la oportunidad de situarme, aunque fuese por un corto periodo de tiempo. Pero, dejando a un lado mis recorridos por el mundo, y volviendo a mi formación (aun estando ambos asuntos en cierto modo entrelazados), es preciso admitir que es a ella a la que he dedicado la mayor parte de mi vida (o, al menos, de mi vida “productiva”), lo que, aun siendo lógico en el caso, como es el mío, de un estudiante, en cierto modo excusa mi falta de conexión con lo que denominé anteriormente como “la realidad de la vida”. Y digo en cierto modo porque, si bien es innegable que una autentica dedicación formativa (y no hablo aquí ya sólo de estudios, sino también de cultura e interés por lo desconocido), facilitada por la ausencia de obstáculos externos (tales como la falta de recursos) hace más sencilla la tarea de aprendizaje, aquellos que han tenido que luchar para salir adelante en dicha tarea saldrán, una vez concluida la misma, mucho mejor preparados para todo aquello que les espere: la sencillez no viene necesariamente aparejada con la calidad. En cualquier caso, si tuviera que definirme de forma concreta, o más bien definir mi vida, sería como estudiante, como una persona (y esto lo puedo afirmar sin temor a excederme) ansiosa por aprender, por alcanzar un mayor grado de conocimiento, pues es precisamente el conocimiento uno de los escasos capitales de los que podría, en un futuro próximo, enorgullecerme.